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Un guiño a la primavera
José Antonio Dominguez Mateos

A Madrid las musas no llegan tan fluidamente como a Jerez, y es lógico, supongo. Aquí, entre otras cosas, hace más frío que en el sótano de un iglú y deben preferir quedarse a la sombra de un naranjo andaluz que no tardará mucho en barruntar una pronta primavera, reventando de blanco azahar el verdeo intenso de su copa. Eso y que, en la distancia, las noticias llegan amortiguadas por los kilómetros, flojas, escasas y susceptibles de ser relativizadas ante cuestiones ahora más cercanas e importantes, como las obligaciones derivadas de mi presencia aquí. O sea, mis deberes. Por eso comprenderán que ahora me deje caer menos por estos lares, y no les endiñe los tostones míos con la frecuencia de otros tiempos. Pero hoy es distinto. Hoy hace una buena temperatura —15 grados—, el cielo está limpio y despejado (eso sí, con esa neblina de contaminación gris que ensucia sólo la línea del horizonte); tengo un hueco libre entre trabajos, memorias, investigaciones, tutorías, docencia en red, lecturas obligatorias, etcétera; y, como colofón de tanta casualidad, acaba de saltar en mis auriculares, casi por sorpresa, el corte sonoro de la salida del año pasado del paso de misterio de la Sagrada Cena, que ahí es nada. Y aquí me tienen, aprovechando el tirón.

Es difícil esto de la lejanía. Hace unos meses, cuando les hablaba de lo complicado que se le hacía vivir fuera de la ciudad a quienes tienen su familia, sus amistades, su casa, sus devociones en ella, no imaginaba siquiera que al poco tiempo sería yo quien marchase lejos. Y bueno. Si les dan por echarle un vistazo al artículo Desde fuera, verán como mi actitud fue la de intentar relativizar esa dificultad, invitando a Alfonso Téllez —recuerden que el artículo lo llevábamos a medias él y yo—, a aprovechar las cosas buenas de la ciudad en la que ahora vivía con su familia. Pero claro, la cosa cambia cuando es uno quien pasa por la circunstancia. Ahora, aun intentando aprovechar lo que la gran capital ofrece —museos, bibliotecas, parques inmensos donde leer al sol de una mañana de invierno, y un casco histórico donde se lee la Historia del país en cada fachada y cada remate de un gran edificio—, la morriña por lo que uno ha dejado atrás no desaparece. Al contrario, se va haciendo más intensa a medida que pasan los días, avivando un rescoldo de pena y recuerdos que le dan calor y brillo a unos ojos que terminan mirando el mundo tras un velo de melancolía imposible de rasgar desde adentro. Y lo peor está por venir, claro. Esa primavera que ya se insinúa coqueta y maliciosa con cielos limpios y frescos, el calor de las mañanas soleadas, el fresco de las tardes traicioneras de marzo, las noches de ensayo, los domingos de besamanos, los cafés de media tarde despidiendo el sol que se marcha tibio sobre los edificios, el repiquetear de los martillos de quienes montan los palcos, el ir y venir de gentes con capirotes de cartón o rejilla bajo un brazo de cuya mano penden bolsas de mercerías tradicionales, las noches de culto, el frío de un templo en el que se obra el milagro del montaje de un paso de palio, el olor a cera fundida, el sabor dulce de las torrijas enmeladas como sólo mi madre sabe hacerlo, los cultos de mi Hermandad, el bruñido de la plata de una candelería y la colocación meticulosa de la cera en el paso mientras en un pucherillo de abollado acero se consumen restos de otra que ya ardió. Tantas y tantas cosas que uno ya se estremece de sólo pensarlo. De saberse tan lejos.

Por eso me he animado hoy a escribirle esto hoy. Porque no todos los días la casualidad y la coincidencia se ponen de acuerdo para traer un guiño de primavera desde tan lejos. Porque las musas no suelen dejar su sombra de naranjo y azahar. Y porque maldigo la hora en que todo eso llegue y la pena y la tristeza me ahoguen las palabras y las ganas para contarles lo terrible que es intuir una primavera que va a pasar a casi 700 kilómetros de mí.


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