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La Postal
José Antonio Dominguez Mateos

Tengo en mis manos una postal que guardaba entre las páginas de una Biblia y que alguien dejó a mi lado, mientras yo rezaba arrodillado ante un discreto y humilde altar de una pequeña iglesia románica de la Borgoña francesa, intentando disimular cierta humedad acentuada en mis ojos. La imagen de la postal es, en sí, peculiar: en el margen izquierdo, al otro lado de la carretera que cruza la postal horizontalmente, un grupo de jóvenes conversa a los pies de una cruz de hierro clavada en un sólido pedestal de piedra; en el margen derecho, a este lado de la carretera, en primerísimo plano, una señal indica que la carretera, esa que divide en dos la instantánea –comarcal D414–, se adentra, desde ese punto en adelante, en los límites de la aldea de Taizé.

Pronto hará un mes que un servidor franqueó esa señal y esa carretera montado en un autocar que partió treinta y siete horas antes de la parroquia de La Granja, con un pasaje heterogéneo de catequistas, scouts, cofrades, un cura, un seminarista y un grupo de adolescentes de Vélez-Málaga que son, palabrita, canela fina. Allí, por si no lo saben, uno va a pasar una semana acogido por la comunidad ecuménica de frailes, todos cristianos pero de distintas confesiones, que ofrecen al peregrino tiempos de formación, reflexión y, sobre todo, oración. Será difícil el creerme a estas alturas, pero no saben lo oportuno y gratificante de vivir una semana de esas. Quien les escribe, que lo descubrió hace ya algunos años, aprovechó la oportunidad que este verano le brindaba su Hermandad y su Parroquia y se encajó, una vez más, en Taizé. Y bueno. Qué les voy a contar. Este año ha sido un tanto especial. O un mucho. Cosas de la vida, ya saben. Un zarpazo de esos que da la vida, poniéndote la existencia patas arriba, dejándote con cara de sorpresa y un por qué alojado perpetuamente en los labios, la mente y el alma. Ojos que buscan miradas que ya no les pertenecen, manos que buscan caricias de otras que ya no están y labios que esperan besos que ya jamás volverán. Ley de vida, como ven. Aderezado todo con una sensación de soledad demoledora y asfixiante, que te anida en la garganta y en el fondo de los ojos.

Pero, en el momento más oportuno, mientras intentas controlar –vano esfuerzo, compadre– las lágrimas que te asoman por la orilla de los ojos, alguien te desliza una postal entre las manos, mientras resuena de fondo un canto –“Il Signore te ristora”, aseguran las voces al unísono–, y alzas la vista y ves que un amigo, posiblemente el que menos te esperabas, te pone la mano en el hombro y, después de guiñarte un ojo y sonreírte, da un apretón y se marcha sin pronunciar palabra alguna, dejándote allí con los ojos brillantes y la postal en la mano. Y al leerla –“Guíame, clara luz, a través de las tinieblas que me rodean…”–, te das cuenta que igual no es tanta la soledad. Que siempre hay Alguien ahí que te acompaña y te pone a otros al lado para que te acompañen justo cuando más lo necesitas. Y sigues leyendo y caes en la cuenta –al mismo tiempo miras hacia atrás, buscándolo inútilmente con la mirada– de que a lo mejor ese de la postal, con ese detalle tonto de escribirte una oración y compartirla contigo, acaba de dejarte que claro que no es tu amigo sino tu hermano.

Entonces, secándote las lágrimas que ya te cruzan las mejillas libremente desde hace un buen rato, decides corresponder agradecido al detalle de la postal, prometiéndote a ti mismo que le escribirás algo cuando vuelvas a Jerez, y lo pondrás en La Trabajadera o en el periódico, o donde se tercie. Otra postal, una carta o un artículo como éste. Cualquier cosa que sirva para darle las gracias por aquél instante y aquella postal a tu amigo. Y deseas de todo corazón que lo lea quien lo tiene que leer, y sepa lo mucho que hizo aquella tarde de verano, en aquella diminuta aldea de la Borgoña francesa. Ya saben. Taizé. Carretera comarcal D414. Más allá de la postal.


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