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Quince dias despues
José Antonio Dominguez Matéos

Han pasado dos semanas, y todo se envuelve con esa sensación agridulce de cada Pascua de Resurrección. Esa resaca lenta, casi eterna, que nos lleva a saborear una y otra vez los momentos vividos en Semana Santa –dulces y amargos, que de todo hay siempre–, al calor de una tertulia cálida al filo de la barra de un bar, o en soledad con la simple ayuda de una grabación radiofónica. O, por qué no, la lectura de un artículo.

Lo lógico es acordarse de los buenos, los agradables. Los que cada cual sabe cosechar año tras año, en los lugares de siempre, en una esquina viendo revirar un paso de misterio, verse alejar un palio con Virgen del Valle sonando como Dios y Vicente Gómez Zarzuela quisieron que sonara, disfrutando con una saeta bien cantada por una garganta arenosa y bronceada, o contemplando silencioso el dolor barroco de Cristo crucificado. De esos tengo yo unos pocos, como ustedes tendrán los suyos: la cruz de guía de la Hermandad de la Borriquita cruzando el patio soleado de la Escuela de San José con todo un torrente vibrante de palmas amarillas detrás, compartir la mojada de la noche del Domingo de Ramos junto al palio de la Paz en su Mayor Aflicción, la luz que baña el interior de San Marcos cuando el misterio de la Cena comienza a avanzar lento hacia la puerta, ver pasar a un nazareno de la defensión con la prestancia y elegancia que confiere la túnica más hermosa de la ciudad, vivir la entrada en Carrera Oficial del Soberano Poder, etcétera. Recuerdos que rumio a diario una y otra vez, porque aún la próxima Semana Santa está muy lejana, como para aspirar a repetirlos una vez más.

Pero también están los malos momentos, los que no logramos sacudirnos. Los que nos persiguen por más que huyamos de ellos, los que resisten por más que busquemos desterrarlos para siempre. La caradura de unos políticos que solo tienen en las cofradías el fondo perfecto para las fotos de esa semana, las cuadrillas que muerden rabiosas de envidia las mismas fuentes de las que beben, la ingenuidad mostrada –o la mala leche, ustedes deciden– a la hora de vender los cambios de horarios e itinerarios obrados como la solución definitiva a los problemas de las cofradías, los palcos vacíos no por el frío, la humedad o la incomodidad de las sillas del Puito, sino porque la inmensa mayoría de los allí sentados no son cofrades ni lo serán jamás, además de la ingente piara de desgraciados que tienen en la Madrugá la noche perfecta para cogerse la borrachera de su vida y correrse una juerga de campeonato, que suele terminar, por ejemplo, usando los cirios del cortejo de la Buena Muerte para encenderse los pitillos, mientras que los padres duermen tranquilos, los muy imbéciles, pensando en que su nena y su nene están viendo pasos. Ajenos por completo a la triste realidad de que nadie, o casi nadie, ve pasos en esa jornada. Y otros momentos más desagradables aún por reincidentes, por crónicos, que me callo porque me ya este folio va tocando a su fin. Y porque algo tengo que reservarme para poder seguir escribiendo aquí las próximas semanas, claro.

En cuanto al balance, si es positivo y negativo, qué quieren que les diga. Tal y como tenemos el patio, con el anticlericalismo acechando en cada esquina, y con la sociedad en general caminando a grandes zancadas hacia la imbecilidad y la necedad más absolutas y obvias de toda su historia, el balance es forzosamente positivo. Sumamos un año más a los siglos de nuestra existencia, y esa es una verdad irrefutable y valiosísima. Tanto que de ella nace la esperanza para creer que los fallos no son más que algo pasajero y terminarán sucumbiendo ante los aciertos y los buenos momentos. Y que ustedes lo vean.


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