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Gracias, Capataz
José Antonio Dominguez Matéos

Les iba a contar una historia totalmente distinta a la que finalmente me obligan las circunstancias. Les iba a hablar de la ilusión de un chaval por ser costalero y de cómo consiguió serlo. De su primera igualá, hace ya diez años. Su alegría incontenible al ver su nombre en el cuaderno del listero, su orgullo al saberse a las órdenes del mejor capataz. Les iba a hablar de como fue su primera vez bajo el paso, las primeras lecciones aprendidas, las primeras reprimendas, las primeras satisfacciones por el trabajo bien hecho. De cómo poco a poco el oficio, por obra y gracia de un capataz al que apenas conocía, fue calando en el alma de aquel chaval y terminaría condicionando toda su vida. De cómo, diez años después de aquella primera vez, tenía la suerte de repetir en la misma cofradía, con el mismo capataz y la misma cuadrilla.

Les iba a hablar de eso, pero ahora la historia es otra. Éste que era un año especial, por aquello de cumplir diez bajo las trabajaderas, tendrá un sabor como mucho agridulce para ese chaval. Es curioso cómo funciona la mente y el corazón de un costalero. A pesar de sacar otras cofradías y trabajar con otros capataces, el hecho de repetir puntualmente cada año allí donde se hizo costalero era algo sumamente especial para él. Como si con ello renovara anualmente su compromiso, aun a sabiendas que no era necesario porque costalero ya lo era y lo sería siempre. Como si cada año sintiera estrenarse bajo aquél paso y bajo la voz recia de mando de aquél capataz. Por eso, una vez terminado ese ciclo –de la manera más inesperada, por cierto–, sintió como volvía a estremecerse por última vez bajo aquél escalofrío que se le ponía cada Jueves Santo a la altura del cuello. Lloró. Lloró con el amargor y la resignación de quien comprende que todo era inevitable y aun así doloroso. Como llora un niño el día que comprende que ya no lo es y no volverá a serlo; que los tiempos dulces quedan para el recuerdo y que si acaso ahora solo aspira a buenos momentos que ayuden a evocar viejas glorias de la infancia.

Pero quizás me equivocaba y la historia no tenga que ser forzosamente tan distinta. El chaval sigue siendo costalero, después de todo. Y si lo es, es porque precisamente un día tuvo la suerte de que fuese en aquella hermosa cofradía de Jueves Santo donde aquella vez su capataz, ése que ya lo sería para siempre, le quiso dar una oportunidad. Así que aún hay motivos de alegría. Aún hay sitio para el orgullo. Todavía siente ganas de gritarle al mundo alto y claro que no tendrá jamás ni palabras ni actos suficientes para agradecerle a Martín Gómez el que hiciera de aquél chaval el costalero que hoy es, a base de cariño, respeto y alguna que otra bronca que chorreaba guasa y amistad a partes iguales. Para agradecerle a su capataz y su cuadrilla las mejores lecciones de costalería jamás aprendidas: la amistad, la humildad, el compromiso, el respeto al oficio; lecciones que, por otra parte, habrá quien no las aprenda en su puñetera vida. Por eso ese chaval siente que nunca logrará mostrar plenamente su agradecimiento, porque no hay medida alguna que lo pueda materializar. Por más palabras que use. Por más gestos que proclame. Por más artículos como este que escriba. Solo puede decir una vez más, como cada año, como cada Jueves Santo eso que siempre decía: Gracias, Martín, por hacerme lo que soy. Gracias, Largo, por hacerme costalero.


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